Fecha: 05.03.2014

Autor: JAVIER ESCOBAR MONTES

Asunto: VERSIÓN FINAL DE EL ESCRITO DE LA VIVENCIA PERSONAL

RAMONA

Era una mañana fresca del mes de marzo de 1968 en el poblado de estación conchos, el camión se movía lentamente, era un vehículo destartalado y viejo, su pintura original casi había desaparecido, aún así cubría una ruta para transportar los estudiantes y personas que vivían en los ranchos aledaños, su carrocería emitía ruidos metálicos al desplazarse sobre aquel camino de terracería. A un lado del camino se veían parcelas de cultivo con algunos álamos y una cantidad mayor de mezquites y otras plantas espinosas. Del otro lado del camino un canal de riego transportaba el agua utilizada para regar las parcelas, existiendo a intervalos bocatomas que dejaban fluir el agua por diferentes acequias sobre todo en la temporada de más riego a los diferentes cultivos como trigo, maíz alfalfa y algodón.

Dentro del camión íbamos todo el grupo de tercer grado acompañados por la maestra de grupo, una mujer robusta de cabello rizado, muy estricta, bastaba un grito de ella para apaciguar a los alumnos más indisciplinados y hacer trabajar a los flojos. Esa mañana no tenía necesidad de gritarnos para mantenernos quietos, todos íbamos silenciosos, sentados de a dos o hasta de a tres por asiento. Aquella mañana al llegar a la escuela y entrar al salón de clases, la maestra esperó a que estuviéramos todos y nos dijo: ¡Hoy iremos a ver a su compañera Ramona!, hizo una pausa solemne, mientras todos los del grupo nos preguntábamos a donde la íbamos a ver, percatándonos en ese momento de que Ramona no se encontraba con nosotros. Aquella niña de cabello rubio, pecosa y agradable que siempre llegaba con unas largas trenzas amarradas con un listón generalmente de color rojo.

La maestra prosiguió tratando de encontrar las palabras adecuadas; ¡Muchachos!, Ramona fue operada del apéndice y se le complicó con peritonitis ella... Falleció. Ahorita nos vamos a trasladar en orden, para que el camión de don Herculano nos lleve hasta su casa para verla. Silenciosos e impactados por la noticia, nos dirigimos a tomar el camión algunas de las amigas de Ramona sollozaban, siendo consoladas por la maestra. Casi llegábamos a nuestro destino. A lo lejos se veía una casita de adobe, don Herculano, el dueño del camión conocedor de la noticia por parte de la maestra, iba también silencioso, uniéndose al silencio y tristeza que nos embargaba a todos.

El camión se detuvo frente a la puerta de la casa, bajamos todos en silencio y al final lo hicieron la maestra y don Herculano, quien se quitó su sombrero respetuosamente. A la puerta de la humilde vivienda salió la mamá de Ramona quien al vernos, se abrazó de la maestra estallando en llanto, y aquella mujer fuerte que era mi maestra y creíamos incapaz de llorar o sentir alguna emoción, lloró también. Su robusto cuerpo se estremecía con sus sollozos y así duraron las dos mujeres abrazadas unos minutos.

Pasamos después a la cocina, una estufa de leña estaba en un rincón una mesa con cuatro sillas, la mesa con un hule con dibujos a manera de mantel, a un lado un trastero metálico con algunos utensilios. Después pasamos a una recámara, los pisos de la casa eran de tierra y se notaba que los habían regado. En el centro de la recámara estaba un catre de hierro con colchón y cubrecama, encima estaba Ramona, parecía dormir, con un hermoso vestido blanco, probablemente el que usó en su primera comunión, sus pies estaban desnudos, sus manos cruzadas sobre su pecho, su cabello rubio suelto casi hasta la cintura, sin aquellas trenzas con que acostumbrábamos verla, su piel tenía una palidez cerúlea, su boca entreabierta dejaba un poco al descubierto sus dientes.

Encima del catre una imagen del sagrado corazón de Jesús y en otra pared una imagen de san Isidro labrador, mismas que resaltaban con el fondo blanco de la cal en la pared. Todas las compañeras del grupo lloraban ante la presencia de Ramona, mientras que los varones nos mirábamos unos a otros con un nudo en la garganta, sin poder llorar por la cultura inculcada de que “los hombres no lloran bajo ninguna circunstancia”. Permanecimos un rato viendo a Ramona, después emprendimos el camino de regreso al pueblo. En nosotros existía esa incredulidad de que la muerte no respeta edades. Cuando murió mi abuelo lo vi de una manera natural y normal, los viejos mueren, pero cuando se está de frente con la muerte en la niñez y ver morir a otros niños, una parte de nuestro ser se rebela y se niega a aceptarlo. Han pasado casi 46 años y aún recuerdo esa niñita rubia y pecosa, como si durmiera, sus dientes blancos como si estuviera sonriendo.

FIN
Javier Escobar Montes.
1° de Marzo del 2014.

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